opinion

Formas de viajar de jóvenes alumnos de bachillerato

Alumnos del Instituto Simancas de Madrid

Esta publicación ha sido invitada a participar en una serie de encuentros con alumnos de Bachillerato del Instituto Simancas de Madrid, donde hemos cambiado impresiones, sobre la forma de vivir, de estudiar, de soñar con viajes y, en definitiva, de su experiencia, alrededor de cómo viven en un entorno  marcado por su condición de hijos de emigrantes. Todo ello lo comentan varios alumnos con una participación escrita que demuestra. una determinada forma de ver el mundo que les rodea.

UN VUELO MUY LARGO (Wilfredo Salazar)

El 19 de abril de 2018 un 80% de la población nicaragüense decidió enfrentarse al régimen actual de Daniel Ortega, que lleva tres periodos presidenciales consecutivos en el poder, para reclamar sus derechos. La policía procedió a reprimir a todos los que estuviesen en desacuerdo con su mandato, lo que provocó una grave crisis socio-política y económica, más escasez de empleo y un incremento del proceso migratorio.

Las consecuencias mortíferas que dejó como saldo dicha represión fueron graves: más de 328 personas asesinadas. Pero la población siguió manifestándose aun cuando se prohibieron las marchas o incluso desplegar la bandera del país con el escudo invertido. La resistencia se pagó con cárcel. El país se militarizó.

En lo personal, en  2019 mis padres se quedaron sin trabajo y era muy difícil obtener otro. El hecho es que, a pesar de que en Nicaragua son muchas las personas que han tenido que salir a otros lugares huyendo de la persecución y de la miseria, mi familia jamás llegó a imaginar que en algún momento nos tocaría a nosotros. Tuvimos que hacerlo en busca de nuevas oportunidades de empleo y de estudios. Y esta necesidad fue la que nos llevó a formar parte de este éxodo nicaragüense obligado a emprender un vuelo largo fuera de nuestro país. 

Como he dicho ya, nosotros nos fuimos de Nicaragua buscando mejorar nuestra situación económica. Pero muchos otros tuvieron que exiliarse por haber alzado sus voces en contra de la tiranía (periodistas, candidatos presidenciales, y líderes de alianzas y movimientos sociales y políticos). En sus ciudades eran asediados o detenidos bajo arresto domiciliario, bajo la presión y vigilancia de la policía orteguista. 

Todos, nosotros y ellos, volamos hacia diferentes destinos, sobre todo a España y a EEUU. Mi familia tuvo suerte: pudimos viajar en avión. Otros tuvieron que caminar miles de kilómetros junto a un “coyote”, cuyo trabajo es enseñar el camino a los migrantes para  atravesar ilegalmente Honduras, Guatemala y México. Muchos fueron detenidos en las fronteras, murieron en el intento, fueron asesinados por carteles mexicanos o volvieron derrotados.

Aquí, en España, me siento libre. En Nicaragua era, como la mayoría, un pájaro enjaulado, temeroso de qué pasará mañana. Traje en mi maleta sueños y esperanzas. A pesar de eso, al emigrar sentí morir. No ha sido fácil. Tuvimos que renunciar a nuestras pertenencias, a costumbres, tradiciones y apegos. Pero lo difícil no es solo dejar lo que queda atrás. Luego viene enfrentarse al miedo, a ese reto inmenso que les ha tocado a mis padres: abrir el camino para que nosotros (mis dos hermanos y yo) poco a poco podamos asimilar todas las adversidades que nos pone la vida y verlas como una enseñanza o una fuerza de motivación para salir adelante.

Los nicaragüenses estamos curtidos en la desgracia y somos luchadores contra la adversidad. Grandes terremotos, huracanes, tormentas tropicales, sanguinarias dictaduras (la de Somoza, de 1937 hasta 1979, y la actual) nos han asolado. Pero, como  expresa Gioconda Belli, una de nuestras  más famosas poetas en el exilio, somos “portadores de sueños”:

“Hombres y mujeres que no soñaron

Con la destrucción del mundo,

Sino con la construcción del mundo

De las mariposas y los ruiseñores”

MUROS Y MURALLAS (Marta Ortés)

La utilidad de una muralla es proteger a la población del territorio que rodea; y un muro es una pared que delimita un espacio. Ambos términos son sinónimos en algunos contextos, pues comparten cierta connotación positiva de protección y defensa. Sin embargo, demasiado a menudo estas paredes no son más que un obstáculo físico y mental para convivir y aprender de nuestros semejantes. Se tornan, así, en una excusa para camuflar el racismo y la xenofobia, es decir, el miedo a conocer otras culturas e involucrarnos en proyectos que nos comprometan para proteger a las víctimas (todos lo somos) de un sistema hipócrita e incoherente. 

Pienso que es necesario abrir las puertas de nuestras murallas a todos aquellos que lo necesiten, así como cerrarlas a cualquier tipo de violencia. Yo se las he abierto a personas de distintas procedencias, cuyas culturas no conocía, y he resultado beneficiada, ya que ahora muchos de ellos son mis amigos y actualmente forman parte de mi vida. Nicole, Naydelin, Mateo… son algunos de ellos. Desde pequeña he convivido y me he familiarizado con personas de otros países y me enferma escuchar estereotipos racistas acerca de ellas. Prohibir la entrada de otras personas a tu vida únicamente por su nacionalidad o por su color de piel es una muestra de lo inculto y necio que puedes llegar a ser. Aislarnos de todo lo que nos rodea no es sinónimo de protección. Es ignorancia y torpeza.

DESPEDIDA (Naydelin Valarezo Durán)

Estoy muy familiarizada con las despedidas; en sí, son parte de mí. Cuando nos despedimos de alguien, ya sea un amigo, nuestros padres o incluso una vecina, podemos hacerlo pasar como un hecho tan simple y cotidiano que no solemos darle importancia. Pero, si profundizamos, tiene un significado que va más allá, porque la vida es una constante despedida de cosas, personas y experiencias que nunca más volverán. La despedida es una compañía cruel y una rutina de todos los días.

Cuando era pequeña me tocó despedirme de mi hermana en una sala del aeropuerto de la cuidad donde vivía. El sentimiento cuando la vi atravesar ese pasillo fue de escisión,  como si se llevara consigo una parte de mí y, aunque lo negara de cara a los demás e incluso ante mí misma, me dejaba destrozada. Hace meses pasé por la misma experiencia, pero en este caso era yo la que se marchaba. Recuerdo el rostro de mi madre y de mi hermano, sollozando y diciéndome: “cuídate mucho, cuida de tu hermana”. Me sentí devastada. La sola idea de que algo sucediera, de que ese algo me impidiera volver abrazarlos, decirles cuánto los quería, me entristecía en gran manera. 

Al final de todo, estas despedidas nos sirven de aprendizaje para darnos cuenta de que en la vida no siempre tendremos a quienes queremos. Puede ser que tras un cotidiano “hasta luego, hasta mañana” nunca más los volvamos a ver, y esa despedida sin importancia marcará un antes y un después tan profundo que podrá determinar nuestra forma de ver las cosas. Y entonces esos momentos de convivencia, que parecen insignificantes, cobrarán más valor.

No importan las circunstancias por las que una persona migre: estudios, trabajo, salud, amor. Pienso que aun sin abandonar la cuidad donde uno siempre ha vivido, todos somos migrantes, seres que siempre nos estamos despidiendo, buscadores de algo que echamos en falta y que nos impulsa a explorar otros ámbitos de los que también un día tendremos que despedirnos.

EXILIO (Guillermo Caballero)

Según la definición del Diccionario de la RAE, la palabra exilio viene del latín exsilium (exilio, destierro) y significa “separación de una persona de la tierra en la que vive”.

A pesar de que esos años me pillan muy lejos, como estudiante de 2º de Bachillerato, este curso me he encontrado muchas veces con esta palabra en las clases de Lengua y de Historia, ya que he estudiado y leído a poetas, novelistas, dramaturgos y políticos que a consecuencia de la Guerra Civil tuvieron que huir de España a partir de 1936.

Aunque es mucho lo que podría escribirse sobre la historia del exilio, de los muchos exilios pasados y presentes, yo quiero centrarme en la experiencia de mi familia. Tanto mi tía abuela Sari como mi tía abuela Eleni se tuvieron que marchar; una de ellas a Italia y otra a Alemania, para no ser apresadas por sus ideas. Cuando yo era pequeño, mi abuelo, recordando a sus hermanas, me contó que ambas eran unas buenas personas que lucharon por la libertad. También me contó que su padre fue uno de los primeros en ser detenidos y llevados a las cunetas cuando estalló la guerra y que desde entonces no supo nada más de él. Mi abuelo vivió muchos años sufriendo tanto por sus hermanas como por la pérdida de su padre, un hombre sin una lápida, sin una tumba que visitar. Fue un sufrimiento con el que siempre convivió y, cuando hablaba de ello, se notaba  su tristeza, su emoción y su dolorosa impotencia. Y estos sentimientos nos embargaban a todos en casa. 

  Hace pocos años conocí a una de las nietas de mi tía abuela Sari.  Se llama Emma. Ella me habló del desarraigo permanente de su abuela, que nunca pudo borrar esa herida, ya que dejó atrás a su familia, sus amigos, su trabajo, sus recuerdos, sus paisajes; en definitiva, sus raíces. Yo nunca conocí a ninguna de las dos hermanas de mi abuelo, pero cuando la nieta de Sari me contó que su abuela había muerto me quedé en shock. Me duele imaginar las dificultades que afrontaron para abandonar su país y no verse excluidas, castigadas, tal vez fusiladas, solo por luchar a favor de la libertad; la angustia que debieron de padecer al no volver a ver nunca más a su familia. ¡Nunca más! Es una sensación terrible y horripilante. Cuando Emma me contó que su abuela siempre quiso volver a España pero no pudo hacerlo y que murió sin ver ese sueño cumplido, sentí impotencia porque no pude conocerla. Pero, sobre todo, experimenté una honda tristeza ya que la imaginé pensando que su lucha por la libertad había sido en vano.

Tuve que comprender que en aquella España  había dos bandos, uno de vencedores y otro de vencidos. Los primeros amenazaban y perseguían a los últimos, y estos se convirtieron en los “otros españoles”, los exiliados, los que se tuvieron que separar de su tierra.

Pienso que, sin rencores ya,  no deberíamos olvidar nuestra historia para que nunca más ningún español tenga que “ser separado de la tierra en la que vive”. Me da pena que el ser humano no aprenda  y que, después de tantas guerras, sangres y exilios, hoy escuchemos noticias sobre tantos periodistas, políticos, personas anónimas censuradas y amenazadas que tienen que salir de sus países para salvar sus vidas. Gracias a personas como mi abuelo, su padre y sus hermanas, no puedo ser indiferente. Con su ejemplo ellos me inculcaron desde niño un ideal de dignidad y de lucha por la libertad que tengo por su mejor legado. Y, como ellos me enseñaron a mí, yo quiero que las próximas generaciones aprendan lo que yo aprendí de ellos, mis héroes.

Instituto de Educación Secundaria Simancas

EXPECTATIVAS (Jhan Corredor)

El 2 de febrero de 1999 Hugo Chávez asumió el poder en Venezuela. Los más despiertos previeron la deriva del país y salieron de él antes de 2013, cuando Nicolás Maduro ganó las elecciones. Entonces se precipitó el hundimiento: inflación galopante, escasez de productos básicos, persecuciones políticas, aumento de la delincuencia, quiebra de la sanidad pública, descontento social… Y más emigración.

A raíz de estos hechos, hicimos como la mayoría: ir en busca  de artículos de primera necesidad una vez a la semana por toda la ciudad. Y menos mal que mi madre tenía coche, porque el transporte público se  asemejaba al purgatorio. Aguantamos 5 años más en unas condiciones cada vez más precarias. Y como todo iba a peor y no veíamos futuro, decidimos venir a España. Buscábamos una mejor calidad de vida, una buena educación y ayudar a la familia desde el extranjero. 

Cuando llegamos a Madrid, hace 3 años, pensé que nuestra vida daría en muy poco tiempo un giro de 180 grados. Desde el taxi, al entrar en la ciudad, creí estar en el paraíso. Era un lugar mucho más avanzado que Caracas y todo parecía a mi alcance. Al principio nuestras expectativas eran muy altas. Creíamos que mi madre encontraría pronto un buen trabajo. Pero la realidad fue otra. Nos quedamos sin dinero. Los servicios sociales nos ayudaron y nos mandaron a un albergue donde la mayoría éramos venezolanos. Todos estábamos en la misma situación, en manos de ONG. Al mes nos mandaron a Pamplona y ahí tuvimos un buen proceso de adaptación. Yo fui feliz allí, pero mi madre no tanto. Así que volvimos a Madrid, donde teníamos amistades y más perspectivas de trabajo. 

Desde entonces, gracias a la tenacidad de mi madre y a las ayudas que recibimos aquí, nuestra calidad de vida ha mejorado mucho. Sin embargo, hasta ahora seguimos compartiendo piso con otras personas y la situación laboral de mi madre no es la mejor que podíamos imaginar. Lo bueno es que vivimos con personas que son como nuestra familia, y eso es un gran apoyo. Además, podemos comer mejor y disfrutar de servicios básicos fundamentales, como salud y educación, tan pobres ya en Venezuela.  

Aspiramos a mejorar, pero creo que hay ritmos más o menos rápidos a la hora de prosperar en otro país. El nuestro ha sido lento y seguiremos luchando. Pienso que los movimientos migratorios son algo normal. No quiero conformarme solo con lo esencial (un plato de comida) y, si en otros países puedo conseguir más que eso, no me importará emigrar otra vez. Si nadie sintiera la necesidad de buscar una vida mejor en otro lugar, viviríamos en un mundo perfecto.

GRATITUD (Heidy Flores)

Cuando yo tenía tres años, mi madre vino a España en busca de una vida mejor para mis dos hermanas y para mí, una vida que en Honduras habría sido imposible por muchos sacrificios que hiciera. Ella tenía la esperanza de poder darnos una vida de oportunidades en la que no nos sintiéramos inseguras solo por el hecho de ser mujeres en un país machista. No quería que nosotras tuviéramos que depender de un hombre que nos hiciera sentir inferiores e incompetentes. Nos trajo a un mundo en que podemos expresarnos libremente y sentirnos orgullosas de ser lo que somos. 

Mi madre empezó a trabajar a los nueve años sirviendo a otras personas. Dejó de estudiar para ayudar a sus hermanas pequeñas y a sus padres. Se casó muy joven y sufrió malos tratos de su marido, que no la dejaba ni salir a la calle. Cuando pudo liberarse de él, conoció a otro hombre y pensó que sería diferente, pero fue más de lo mismo. Tras pasar todo el día trabajando para mantener a cuatro personas con un sueldo miserable, tenía que aguantar los desprecios y el abuso de un hombre.

Por eso un día se decidió. Tuvo el acierto de dejarnos a mis hermanas y a mí en Honduras con una familia completamente diferente a la nuestra, una familia que ella sabía que nos cuidaría mejor que la suya propia. Crecimos con unas personas maravillosas que nos aceptaron desde el principio y nos educaron con amor y dedicación para demostrarle a mi madre que sus esfuerzos valían la pena. Ellas son también mi familia y les guardo una inmensa gratitud. Mi madre pasó 8 años lejos de sus hijas. Tuvo que perder muchas cosas para poder ganar muchas más.

Hoy me da vértigo pensar en lo difícil que habrá sido empezar de cero, en un sitio diferente, con costumbres diferentes, sin nadie acompañándonos. Me pregunto cuántas personas dejan a sus seres queridos para conseguir algo mejor para ellos, cuánto amor y valentía hay que tener para dejar atrás a un hijo. Cuánto debió de sufrir mi madre cuando se separó de nosotras, aunque nunca nos abandonó. 

Cuando vine a España, a los 11 años, me dolió dejar mi vida en Honduras,  separarme de esas personas a quienes tanto quiero y debo. Ahora tengo gran parte de mi familia aquí y no sería capaz de alejarme de mi madre otra vez. Con estas palabras quiero expresarle mi inmensa gratitud porque gracias a su esfuerzo, valentía e ilusión puedo tener una vida más estable y con más oportunidades. 

ILUSIÓN (Nicole Jerés)

Esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo”. Así es como el Diccionario de la Real Academia Española define la palabra “ilusión”. 

Podríamos decir que la ilusión habita en tener metas, deseos o proyectos, de forma que vivimos cada instante intensamente con la idea de conseguirlos, disfrutando desde el principio. Aparece, por ejemplo, cuando vamos a realizar un viaje muy esperado, adoptar un perro o cuando se aproxima el día de la boda de alguien; es decir, el estímulo. 

Todas las ilusiones son intensas, pero ninguna supera a la que sienten los inmigrantes. Es tan fuerte y poderosa que hacen lo que sea por evitar que su sueño se esfume. El “lo que sea”, desgraciadamente, lo conocemos. Acciones como meterse en los bajos de un camión, ir en patera o cruzar ilegalmente las fronteras son retos a los que están dispuestas miles de personas, aunque ello implique jugarse la vida.

Todo empieza como un proyecto de vida que dará lugar a algo grande, en principio. A medida que se sumergen en esa aventura van surgiendo obstáculos que ni en el peor de sus sueños imaginaban tener. El viaje se complica, los pies ya no responden y el corazón rompe en un llanto desgarrador. Todo se nubla alrededor, pero toca aguantar como un guerrero.

Finalmente, llegan a su destino y este no resulta ser lo que idealizaban en su mente, pues nadie les había informado antes de que su estancia supondría un largo camino burocrático, principalmente en lo laboral y en la adquisición de una vivienda. Pero ante la adversidad siguen luchando para poder mantener a la familia que tantas lágrimas les costó dejar atrás. 

Emigrar a un país extranjero no solo es conseguir dinero para poder sobrevivir y ayudar a los que quedan lejos, sino que también supone perderse momentos irrepetibles y únicos en la vida, como nacimientos, ver crecer a un hijo y en algunas ocasiones, la pérdida de algún ser querido.  

La ilusión es una llama que se enciende y,  para un inmigrante, el objetivo es no dejarla apagar. Hay que estar avivándola a diario, teniendo en mente el continuo progreso en la vida y la esperanza de regresar algún día al país de origen. Uno sueña con esas vacaciones, siempre demasiado cortas, en que podrá llevar a los seres queridos aquel regalo que tiempo atrás no podía permitirse, ni para sí ni para los suyos. Uno sueña, también, con volver a la tierra propia para radicarse de nuevo en ella. Esto lo veo  en mi madre y sé que muchas personas comparten su misma historia y su mismo deseo: “Yo estoy aquí, pero mi mente y mi corazón siempre están en mi querido Ecuador”. Su sacrificio a ella le ha permitido conocer una nueva cultura, personas excepcionales de diferentes orígenes y, aún mejor, encontró el amor, un hombre con el que hoy ha formado una familia maravillosa, la cual le hace más llevadera la enorme distancia con su familia natal. 

Después de tantos esfuerzos, ahora su nuevo trabajo es mantener viva la ilusión.

OLVIDO (José Julián Saavedra)

Apenas hemos superado una pandemia, en Europa hay una guerra y asoman amenazantes los  graves problemas económicos derivados de estos hechos. Sin embargo, lo que me preocupa en este momento es la carta que sostengo en mis manos. 

Hace unos meses mi familia hizo criba de muchos documentos y papeles que teníamos guardados. Entre ellos mi madre encontró un par de cartas a mi nombre y me las entregó. Por alguna razón estúpida hice caso omiso y las guardé en mi escritorio. Hoy, como un día cualquiera, me senté a la mesa y algo me impulsó a abrir el cajón de mi escritorio. Ahí  encontré las cartas, agarré una y vi su remitente: un nombre extrañamente familiar. Entonces las leí. Apenas terminé, lo recordé todo. La cartas eran de un querido amigo mío de Cuba con el cual pasé gran parte de mi infancia jugando y corriendo por las calles. Me dominó la nostalgia y una gran sonrisa asomó en mi rostro. No duró mucho. Reparé en las fechas y lo que fue una gran alegría se convirtió de golpe en una profunda tristeza. Esas cartas tenían nada más y nada menos que 10 años. Fue un golpe de realidad: ¿cómo podía haber olvidado?

Partí de mi país natal con apenas 9 años y ahora tengo 19. Así, pues, más de la mitad de mi vida ha transcurrido en España. Conservo recuerdos de Cuba, pero el peso de mi vida más reciente, sumado a la inmensidad del océano que me separa de la isla, ha hecho que lo que para otros podrían ser recuerdos de la infancia, para mí solo sean ecos de una vida pasada. 

En casa es recurrente hablar de Cuba. Sobre todo, lo hacen mis padres. Cuba se enseñorea en la casa cuando ponen una canción de allá, cuando recuerdan alguna anécdota antigua, cuando se cocina algún plato típico o cuando llama algún familiar, cosa que por suerte es cada vez más común, ya que hasta hace poco las políticas de mi país hacían que comunicarte con tus familiares en la isla fuera una tarea laboriosa. En esos momentos puedo sentir con cierta fuerza aquellos ecos. 

Pero si hay algo que me recuerda a mi patria y que se resiste al olvido, es el poeta por el cual mi padre me nombró y al cual admiro y respeto profundamente: José Julián Martí Pérez (José Martí). Uno de mis poemas favoritos se titula “Dos patrias” y comienza así: 

Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche. 

¿O son una las dos?  

Estos versos expresan una sensación, hace tiempo dormida, que me habita desde pequeño. ¿Soy cubano o español? Esa duda sobre mi procedencia, que lo es sobre mi identidad, es común en quienes emigramos de pequeños. Yo, con el tiempo, he ido opacándola y he dejado que Europa desplace a Cuba y que vaya ganando el olvido. Me apena pensar que un día ya no haya lugar en mi recuerdo para el hogar en el que nací y me crie. Por eso quiero conservar las cartas de mi amigo de la infancia y retener en la memoria los versos de Martí. 

PREJUICIOS (Ever Vaca)

Tengo 17 años, soy de Ecuador y llevo siete años en España. Cuando estaba en mi pueblo natal,  las condiciones en que vivía mi familia no eran las mejores, aunque fuimos afortunados de tener una casa, ropa y comida. Es que en mi país parte de la población no tiene acceso a los servicios básicos, es decir, a agua potable, electricidad o atención médica. Progresar en esas condiciones es un reto muy difícil, imposible si te quedas allí. Por eso, mi padre decidió salir en busca de una mejor situación para la familia y, sobre todo, de unos estudios de calidad para mis hermanas y para mí.

Aún recuerdo aquel 22 de enero de 2015, cuando salimos a reunirnos con mi padre en España. Me veo en el aeropuerto de Quito, con lágrimas en los ojos, despidiéndome de la familia. Mis abuelos, mis queridos abuelos… Todavía siento sus abrazos entre sollozos. Y brota la emoción. No quería que me soltasen. Temía ser arrancado de mi mundo y sé que parte de mí se quedó en Ecuador junto a ellos.

No soy el único. Muchos han sentido lo mismo que yo. Pero no han tenido tanta suerte. Aquí mantuvimos nuestro hogar aunque en otra casa y a muchos kilómetros de donde salimos. Mi familia se mantiene unida y no nos sentimos solos. Otros adolescentes, en cambio, se enfrentan al vacío, a un entorno en que los padres no les prestan atención por el exceso de trabajo. Y muchos encuentran calor y protección en una banda, haciendo daño a los demás. Eso a mí, como ecuatoriano, como sudamericano, me entristece. Y a menudo me ha sorprendido que por tener rasgos parecidos a los suyos alguien pueda identificarme con ellos. 

Mi apariencia es lo que los demás ven de mí. Y me doy cuenta de que mis pronunciados rasgos mestizos, mi color de piel, es lo que algunos asocian a la delincuencia, incluso a las bandas, a un “otro” peligroso por distinto, por desconocido. A mí no me han insultado ni agredido, pero más de una vez he notado miradas de recelo, incluso de desprecio. Por ejemplo, en alguna tienda he percibido que, a distancia y con disimulo, me seguía el empleado de seguridad.  Me duele  que por mi aspecto piensen que voy a robar y  por eso me vigilan… 

Y siento rabia y cansancio. Temo que me atribuyan esas etiquetas. Salí de un país en que el racismo está presente en todo lado. Una vez, cuando tenía 6 años, un conocido me regañó por decirle “buenos días» a un señor indígena. Me dijo que no lo volviese a hacer, porque ese hombre era indio. Por suerte mi familia me ha enseñado que todos los colores de piel y todas las complexiones físicas merecemos el mismo respeto. Yo no quiero que me traten como aquel conocido trataba a los indígenas de mi país. Tampoco quiero juzgar a nadie por su aspecto. 

Los integrantes de las bandas latinas dan una imagen negativa de los migrantes hispanoamericanos, pero recordemos que hay otras muchas bandas de delincuentes y que la mayoría de los migrantes no lo somos. No quiero que nuestros rasgos, nuestro origen, sea motivo de discriminación. Mi bien mayor lo traje de mi país. Se lo debo a mis abuelos y a mis padres, migrantes estos últimos como yo, como tantos otros, honestos y trabajadores. Les agradezco por haberme enseñado lo que es correcto, el respeto, la educación y los buenos modales. Son lujos que no se compran.

PROBLEMAS (Matheo Medina)

La migración está relacionada siempre con los problemas. La mayoría de las personas consideran que salir a otro país ayudará a solucionarlos, pero a veces esto no es así y pueden surgir otros más graves. Si todo el mundo viajara para alejarse de sus problemas la sociedad se sumiría en lo oscuro. Ello se debe a que emigrar no solo afecta al viajero sino a todo su entorno, especialmente a la familia. Nuestra gente es nuestro núcleo social y al separarnos de ella todos, quien sale de su país y quien permanece en él, nos quedamos sin un arma poderosa para afrontar adversidades.

Mi vida ha sido marcada por las migraciones. Cuando mi padre se fue a los EEUU yo tenía solo tres años. Tengo recuerdos  difusos de aquellos tiempos, recuerdos buenos, pero la infidelidad y la irresponsabilidad compraron su pasaje aéreo y  se marchó de mi vida. No me afectó mucho entonces; ni siquiera ahora, ya que no he convivido con él. Sí me dolió que se fuera sin decirnos adiós y que  abandonara a mi madre. Ahora estamos en contacto pero aun así no hemos solucionado nuestros conflictos. 

Al llegar mi adolescencia mi madre se fue a España. Me quedé al cuidado de mis abuelos paternos y tuve la inmensa suerte de tener cerca, además, a mis tíos y a mis primos, quienes me apoyaron de una manera significativa. De todas formas, la echaba de menos, sufrí por su ausencia aunque me comunicaba a menudo con ella. Hoy comprendo a mi madre, dejarme atrás fue duro, solo éramos ella y yo. Nadie más. Siempre luchó por mí para sacarme adelante sin ayuda y, así, viajó sola, preocupada, triste y estresada. Esa separación nos abatió a ambos pero, aunque aún nos persiguen nuestros propios demonios, el tiempo suavizó el dolor y ahora somos más felices que antes. 

Sin embargo, he conocido a muchos jóvenes, niños que no fueron tan afortunados como yo. El desamparo, la falta de autoridad y de límites que todos necesitamos para madurar, el exceso de dinero fácil que llegaba del primer mundo por parte de unos padres que querían compensar así ese abandono, los lanzaron a la drogadicción, a las pandillas,  al desequilibrio psíquico, a la delincuencia. Y se produjo un caos terrible en sus personalidades. Muchos fueron abandonados, con dinero mas sin control ni apoyo. Asustados y vulnerables, las malas amistades e influencias negativas los malograron, a menudo ya para siempre. Muchos ni siquiera quisieron reunirse con sus padres cuando les fue posible y otros, que sí lo hicieron, se encontraron familias rotas: padres y madres separados, unidos a otras parejas, con otros hijos. Y quedaron derrotados y perdidos.

Separarte de tu familia es el lado más amargo de la migración. Es entrar en un mundo lleno de enigmas y adversidades continuas. Es una enfermedad, y hay que saberla tratar. No basta con tomarse un paracetamol y marchar hacia adelante. Hay que dedicarle tiempo, esfuerzo, amor y paciencia.

Instituto de Educación Secundaria Simancas

RAÍCES (Melanie Samueza)

Hasta que me puse a redactar este texto nunca antes me había parado a pensar en serio por qué mis padres se marcharon de su lugar de origen. Sabía que habían sufrido mucho y me resultaba tan doloroso que no quería contármelo ni contárselo a nadie, temiendo que se compadecieran de mí.

Mis padres son de Ecuador y salieron de su país hace unos veinte años, en una época de crisis que había disparado la delincuencia, la corrupción, la inseguridad y la ineficacia de los servicios sociales. Y, en consecuencia, también la emigración. Mis padres se conocieron en España, donde decidieron quedarse y formar una familia. Les costó mucho a los dos dejar su ciudad. Al principio fue muy duro porque tuvieron que superar la tristeza de no saber si volverían, si verían de nuevo a sus familiares y la incertidumbre ante su futuro. Adaptarse aquí no fue sencillo, no había dinero y mi padre tuvo que trabajar mucho y en unas condiciones muy penosas, como convivir en un piso con más de seis personas en una habitación y trabajar muchas horas por un sueldo “miserable”, hasta que las cosas empezaron a ir mejor y pudieron establecerse. Entonces se dieron cuenta de que había merecido la pena. 

A pesar de que se han adaptado bien a la vida en España y por ahora no piensan regresar a su país más que de vacaciones, nunca olvidaron sus raíces y yo crecí con las costumbres que ellos tenían en Ecuador. Me hace muy feliz saber que mis padres nunca abandonaron esa parte fundamental de sus vidas y me encanta escuchar la manera en que me cuentan cómo vivían, la forma en que jugaban cuando eran niños, los sitios que frecuentaban de adolescentes, cada uno de sus cumpleaños y, sobre todo, me emociona oírles hablar de su ciudad y de sus hábitos, que yo misma compruebo cuando voy de vacaciones a Ecuador. Me gusta todo de allí: la comida, el clima, la convivencia con mi familia, los paisajes majestuosos… Con todo ello me siento identificada. Será por eso que cuando me preguntan de dónde soy, respondo que de Ecuador, aunque nací en España. Será por todo lo que mis padres me han transmitido con sus costumbres. El caso es que yo siento que mi forma de ser tiene sus raíces en Ecuador.

Intento imaginar cómo sería mi vida si de verdad hubiese nacido en Ecuador y viviera allí, y no puedo imaginarlo. Quizá estaría contenta, pero pienso que la vida sería mucho más difícil para mis padres y me alegra saber que  consiguieron lo que vinieron buscando, un futuro mejor. Estoy muy orgullosa de ellos y les doy las gracias por enseñarme todo lo que he aprendido y por el esfuerzo que han hecho para que yo pueda beneficiarme de las ventajas que tiene la vida aquí. Tras esta reflexión sobre mis padres sé que me conozco más: soy mi parte ecuatoriana, mis raíces, y mi parte española, donde nací y me crie. Quiero estar a la altura y orgullosa de las dos.

RECUERDOS (Juan Ruiz)

Tenía 11 años cuando me apartaron de mi país. Entonces no pensé que anhelaría tanto mi mundo. Era pequeño y no lo valoraba. Para mí era lo normal y no era consciente de lo feliz que me sentía allí. Ir al mercado con mi abuela,  escuchar cómo regateaba con los mercaderes; desayunar un lomo salteado con café recién tostado mientras mi abuela cantaba “Nada soy”, de los Kipus, o ir a comer a los puestos ambulantes. ¡Qué manjares! Allí había una gran variedad de comida y de precios, pero lo más importante, y lo que más añoro, es ese sentimiento colectivo entre vecinos.

Cada 1 de noviembre teníamos las infaltables visitas al cementerio, donde nos esperaban nuestros ansiosos antepasados con la comida que les llevábamos y nuestros sentimientos a flor de piel. Y eso por no hablar de las Navidades. Mi abuela llevaba el pavo a la panadería a las 6 de la tarde porque a las 10 de la noche reventaban los petardos y se quemaban los muñecos hechos de ropa vieja como tradición de fin de año.

Ahora, sentado en mi escritorio, me pregunto: ¿cuál es mi cultura?, ¿de dónde soy?, ¿a dónde voy? Porque me encuentro en un limbo, ya que cuando regreso allá me siento un extraño y aquí también lo soy. Desarraigado, siento que no pertenezco a ninguno de los dos mundos.

La inmigración, ya lo sabemos, consiste en el abandono de tu lugar de residencia y la adopción de una nueva. Pero nadie me dijo que adaptarme me llevaría años ni que mis costumbres, mis compañías y mis ambientes, aquellos que me formaron y sentía míos, se quedarían en Perú.

La inmigración se trata como un problema social. Cuando se aborda esa realidad solo se habla de intereses económicos, pero no de nosotros como seres humanos. Creo que a los inmigrantes se nos deshumaniza. Por eso me pregunto: ¿qué lugar ocupan los recuerdos? ¿qué tan importantes son en la personalidad de un inmigrante?

SALVACIÓN (Dahyana Rivarola)

Tenía 4 años cuando mi madre decidió que la única manera de tener una vida próspera era emigrar al extranjero. Entre las posibilidades se barajaban Alemania, Holanda y Suiza. Sin embargo, ella tenía en ese entonces apenas 24 años y, al quedarse embarazada, no pudo terminar la universidad. Además, no se sintió capaz de aprender ningún idioma. 

La situación era precaria, discutía continuamente con mi padre, quien era un niño inmaduro y machista. Él creía que mi madre era su propiedad por el hecho de llevar en su vientre a un vástago suyo. Pensamientos arcaicos y retrógrados que están normalizados en Sudamérica. Un día no tenían dinero para hacer la compra de la semana y ella descubrió que él había estado haciendo regalos a una vecina. Estaba planchando junto a la cama y enfrente estaba él recostado. Mientras lo interrogaba, lo miraba de soslayo para ver su reacción. Según lo que ella me ha contado, aquel día fue como si un demonio la hubiese poseído. Sintió una rabia desmesurada y arremetió contra él blandiendo la plancha, cuyo cable se rompió. Él, de un brinco, salió del cuarto. Se inició una persecución que concluyó cuando ella le lanzó la plancha y acertó, dándole en la cabeza. El cayó súbitamente al suelo y ella sintió un escalofrío que recorrió su columna. El terror se apoderó de su cuerpo y, al escucharme plañir, entró en pánico. Me cogió en brazos y corrió hacia la salida, pero se encontró cara a cara con él, con su sangre cayendo copiosamente por su nuca y por su espalda. Entonces, fui arrebatada de los brazos de mi madre, que al verlo todavía vivo, se paralizó. Ese día, mi madre comprendió que si no huía de esa miserable vida, yo muy probablemente me quedaría huérfana. 

Mi abuelo, viendo lo desgraciada y malograda que estaba su hija, supo que debía ayudarla. Ese mismo mes mi madre se fue. Yo casi no sentí su ausencia, pues ella arrastraba una depresión desde el parto, así que no pasaba mucho tiempo conmigo. En cuestión de semanas, yo me encontraba yendo a Madrid junto a mi abuela y mi prima. El trayecto de casa al Viru Viru (Aeropuerto de Santa Cruz, Bolivia) fue infausto. Eran los últimos minutos que pasaría junto a mi padre. Él era un hombre idiota y necio, pero también un padre amoroso y tierno. Era mi padre. Recuerdo que me había regalado, una semana antes, una muñeca. La llamé Kolria, era la unión de las últimas sílabas de los nombres de mis padres. Pero, además, simbolizaba para mí ese anhelo de que ellos estuviesen juntos. Fue mi sueño durante mucho tiempo. Un deseo ignorante e inocente, pues tardé en percatarme de la realidad en la que vivía. 

Hoy entiendo lo valiente que fue mi madre. Decidió empezar de cero en otro lugar completamente ajeno a ella, donde no tenía familia ni amistades. España se convirtió en nuestro hogar, y aquí gozo de un sinfín de oportunidades y posibilidades de tener un futuro brillante. Para nosotras la emigración supuso la salvación, y pienso que para muchos otros de mis compatriotas también.

MIGRACIÓN (Sylvia Mehrun Nesa)

No es broma hacer una mudanza. Es estresante, especialmente si te mudas a una cultura nueva donde nadie habla tu idioma. Aún recuerdo el día en que mi padre nos dijo por teléfono que todas nosotras, mi mamá, mi hermanita, y mi hermana mayor y yo, nos íbamos a vivir a España. Porque mi padre cree que podemos tener una vida mejor aquí. 

Me emocionaba la idea, pero también me angustiaba. Sin haber cogido aún el avión ya sentía cómo poco a poco mi hogar iba dejando de ser mi hogar. Bangladesh, donde crecí y viví tantas experiencias, ya no iba a ser mi casa. Veía a todas las personas que amaba y pensaba en la cuenta atrás que pronto me iba a separar de todas ellas. Los últimos días mi familia estaba triste, de momento solo mi hermana mayor y yo íbamos a migrar a España porque mi padre no podía traernos a todas a la vez. 

Camino al aeropuerto, solo pensaba en lo que dejaba atrás. Mi familia, mis amigos, mi hogar. Cuando dejé Bangaldesh, supe que no volvería en muchísimo tiempo. Tenía un nudo en la garganta que no me dejaba respirar bien y un vacío en el pecho como si mi corazón no estuviera allí. Tenía miedo. Me dolió que todo el trabajo que hice en mi país tenía que dejarlo atrás y comenzar desde el principio para convertirme en «alguien» en un lugar en el que literalmente no era nadie. Sobre todo, me horrorizó dejar a mis seres queridos en un país donde hay más asesinatos que en la guerra. Tal vez sería la última vez que los vería. 

Al llegar a España, lo primero en lo que me fijé fue en la ropa de las personas y en el idioma. No entendía nada, y era extraño. Pero por suerte hablaba inglés y podía comunicarme en caso de necesidad. Mi papá nos llevó a mi hermana y a mí a un restaurante para vivir unos días porque en ese momento no pudo encontrar una casa ni tenía dinero. Vivimos en una pequeña habitación del restaurante donde él trabajaba. Un mes después, nos mudamos a Camposol, una zona preciosa de habla inglesa en Murcia. Allí entré en 4°ESO en un colegio no bilingüe. No sabía una palabra de español y tuve que luchar mucho. Pero hice lo mejor que pude y finalmente aprobé. 

El primer año de mi vida en España encontré muchos amigos que me hicieron sentir como en mi casa. Me enamoré de todo lo que Murcia tenía. Sus carreteras eran hermosas, los días duraban infinitamente en comparación con Bangladesh, la playa era preciosa y las personas eran buenas. Me encantaba sentir seguridad en la calle siempre. Pero cuando comenzó la covid mi padre perdió su trabajo y todo fue muy difícil. El dueño de la casa nos cortó la luz y el agua por no poder pagar. Algunas noches las pasamos en la calle. Después nos fuimos a Madrid ya que aquí es fácil conseguir trabajo. Tuvimos que migrar de nuevo. Yo no quería dejar atrás mi nuevo hogar y los últimos días en Murcia fueron dolorosos. Ya en Madrid, mi padre consiguió trabajo y nos asentamos en una casa humilde en Vicálvaro. No es un lugar tan especial como Murcia y no es mi hogar, como Bangladesh, pero a veces las cosas no salen como uno quiere. Lo mejor es aceptar la realidad y vivir en ella. 

Comencé el Bachillerato en una nueva escuela y tuve que enfrentar muchas dificultades. Los profesores no me motivaron, no me inspiraron. Me hicieron sentir como una extraña. Eso me decepcionó. No hablo español como mis compañeros de clase, y me decían que no podía pasar el año. Me duele que mis maestros no crean en mí. Si no puedes motivar a alguien, no puedes decepcionarlo. No puedes decir: “no puedes, no es para ti, no hablas español, no puedes aprobar”. Literalmente nadie creía en mí. Además, no tenía amigos, nadie me ayudaba, ni tenía un tutor en casa, ni podía tomar ninguna clase extra por no tener dinero. Pero no perdí la esperanza, trabajé lo más que pude, pasé noches sin dormir. Finalmente, pasé a 2o de Bachillerato suspendiendo Lengua. 

Este curso me da mucho estrés y dolor. Pero he encontrado algunos profesores que creen en mí, Al menos no me decepcionan. Este año el estudio es el doble de duro que el año pasado. Además, trabajo los fines de semana porque mi padre está enfermo. Tuve que asumir la responsabilidad de mí y mi familia. Pinto y lo vendo, hago fotografía, trabajo en un restaurante. Tengo problemas por tener el tono de piel negro. No solo por los clientes, sino también por las personas que me rodean. Sí, soy una víctima. La vida apesta, pero tienes la opción de sentarte allí y llorar por eso o puedes seguir adelante y volverte más fuerte. 

Durante este tiempo en España he perdido mis sueños. Los sueños de estudiar medicina. He perdido mi paz, mi vida feliz cuando estaba en mi país. Pero creo que después de los malos momentos, llega el buen momento. A mi modo de ver, si quieres el arcoíris, tienes que aguantar la lluvia. 

Todavía hay millones de cosas que me gustaría decir, pero no sé cómo terminar. Durante los últimos años he vivido dos migraciones: de país y de región, aún sigo en el proceso de creación de un nuevo hogar, y sigo adaptándome al ritmo de vida español. Dejé el país donde nací pero mi corazón y mi alma todavía están allí. Porque en Bangladesh al menos tenía paz mental, una sonrisa verdadera, una vida feliz. Ahora tengo dolor, estrés, depresión. Pero está bien, porque creo en los milagros. La vida es muy interesante. Al final, algunos de tus mayores dolores se convierten en tus mayores fortalezas. 

Publicaciones relacionadas

Botón volver arriba